Tenosique.
Tenosique o Tanatsiic quiere decir “casa del deshilador o del hilandero”. La ciudad cabecera toma el nombre del municipio. Ubicada en la margen derecha del Usumacinta contaba, en 1990 con 47,642 habitantes aproximadamente y una superficie de 2,098.10 kilómetros cuadrados, es decir, el 8.5% de la superficie estatal.
El paisaje que se ofrece a nuestros ojos es el del bosque tropical. La vegetación es frondosa. Los árboles inmensos – que han sobrevivido a la tala inmoderada – llegan a medir más de 30 metros de altura y constituyen una gran riqueza. Todavía quedan cedros, caobas y macuilis.
Abundaron en otra época los árboles de chicozapote de donde se extraía el chicle. Por eso había en la región varias monterías chicleras. Los chicleros eran contratados en Tenosique y Balancán, al principio de la temporada de lluvias. Más tarde se internaban en la selva, en donde trabajaban a destajo, por ciclos semanales, hasta completar cerca de los ocho meses al año. Por cada quintal de chicle les pagaban una cantidad de dinero (recordemos que algo más de 46 kilos constituyen un quintal). Los trabajadores se alimentaban de frijol, arroz y pozol, y sólo eventualmente variaban su dieta, cuando lograban alguna pieza de caza como faisanes y cojolites, armadillos (jueces), venados, tepezcuintles y, cuando la necesidad apretaba, aun llegaban a comer carne de saraguate. Esa situación prevaleció prácticamente hasta que se agotaron aquellos árboles resinosos.
Las pendientes son escasas. La zona es primordialmente plana con ligeros lomeríos que jamás sobrepasan los 50 metros de altura, salvo un pequeño macizo montañoso al sur. Tenosique es, sin lugar a dudas, uno de los municipios que más contrastes ofrece. Podemos admirar la selva exuberante y apretada y las enormes extensiones de pastizales que se escapan de nuestro horizonte visual. En la selva habitan animales silvestres y en las llanuras el ganado apacible. Hay tierras sumamente fértiles en donde se cultiva caña de azúcar, frijol y maíz, y tierras inundadas que permanecen improductivas.
Una breve travesía por el río Usumacinta sugiere la fascinación de un “viaje a los orígenes”: la selva se precipita sobre las aguas de una espesura umbría; grandes iguanas se confunden con las rugosidades de troncos; toronjos y naranjos ofrecen sus frutos tentadores y, a medida que remontamos la corriente, todo el ruido de nuestra época se va quedando atrás. Boca del Cerro y Pomoná, cercanos, fueron en otro tiempo puntos de peregrinación de la cultura maya en la ruta hacia Palenque, distante de Tenosique unos 100 kilómetros.
La navegación siempre ha sido arriesgada: el Usumacinta presenta, en el camino hacia Guatemala, peligrosos raudales: San José, Agua Azul, Anaité. Los raudales forman remolinos que la gente de antes solía llamar “pailones” y que se debían evitar cuidadosamente. Las familias de trasladaban en “barqueras” hasta las monterías, establecimientos dedicados al corte y explotación de maderas preciosas que se encontraban a lo largo del río. Las “barqueras” eran anchos cayucos con tablas en proa y popa, de modo que las bogas pudieran mantenerse allí, de pie, mientras empujaban con puntos de apoyo los árboles de las orillas. El acceso por río a territorio guatemalteco era relativamente breve.
El otro acceso era a través de la serranía, en recuas de mulas, y tardaban una semana. Los “patachos” (recuas) trasladaban mercancías por ese intrincado sendero cubierto de selva. Solo podía viajarse en temporada de secas porque los arroyos se desbordaban y anegaban la espesura en temporada de lluvias. Quienes viajaban con aquellas recuas no tenían otra posibilidad de calmar la sed que el “bejuco de agua”, una liana que conserva el valioso líquido. Cuando escaseaba el bejuco, los sedientes viajeros bebían el agua que había quedado estancada en los rastros de los cascos de las mulas.
Las que hacían la travesía por el río tenían que subir y bajar el cerro del Tapesco, importante altura que se alza ya en Chiapas, entre el territorio mexicano y el guatemalteco, ya que el raudal de Anaité impedía el recorrido de ese tramo por el río. Mientras las familias trepaban el cerro a lomo de mula, el patrón de la barquera y sus bogas “corrían el raudal”, operación arriesgada y peligrosa.
Todo esto puede darnos una idea del aislamiento en que vivía Tabasco hasta muy entrado este siglo. Los ríos, única vía de comunicación, no siempre ofrecían al navegante un remanso tranquilo: remontarlos podía ser toda una aventura. Ahora las avionetas hacen el trayecto en unos cuantos minutos y desde el aire puede contemplarse el fantástico cañón de Boca del Cerro con una perspectiva que jamás soñaron nuestros abuelos. Cada año se realiza una competencia náutica: el Maratón del Usumacinta, que parte de Tenosique y culmina en Villahermosa.
La región más recóndita del territorio tabasqueño está hoy perfectamente comunicada con el resto del estado y, en consecuencia, con todo el país. Los antiguos campamentos chicleros y las monterías se colonizaron entre 1959 y 1970 con campesinos de otros municipios y con indígenas de Chiapas (tzeltales y choles) y michoacanos que habitan ahora la sierra de Tenosique, limítrofe con Chiapas y Guatemala.
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